Cuando una
novela llega a mis manos espero encontrar en ella una historia envolvente. Este
adjetivo me parece adecuada porque ser envuelto me remite al regazo que
sostiene, es decir que cuando una historia llega a mis manos espero encontrar
en ella un abrigo en el cual pueda sostenerme. Una declaración de este tipo
debe ser, sin embargo, abordada con cuidado, porque más que la búsqueda de un
mensaje empaquetado y digerido que usualmente se encuentra en los anaqueles de
autoayuda, la idea de sostenimiento en la literatura la entiendo como la
posibilidad de encontrarme a mí mismo, esto es reconocerme a mi mismo en la
narrativa que estoy leyendo.
Hay un
cuento de Murakami que me permite desarrollar mejor esta idea. Este es el
espejo. Obviamente no lo comentare todo acá, dejo la tarea a quien lea esto de
que explore el cuento por sí mismo. Pero si rescataré una imagen que el autor
japones nos propone. En un momento un hombre está frente a un espejo, su
reflejo es sin duda suyo, sin embargo, al mismo tiempo el hombre reconoce que
su reflejo no es él, ¿es posible reconocernos en nuestro reflejo en un espejo,
pero simultáneamente saber que esa silueta no es del todo la mía? Al margen de
una explicación psicoanalítica de esta pregunta, la figura retórica de Murakami
explica de alguna forma lo que entiendo como literatura de regazo. De alguna
forma es un espejo en el que me reconozco y sé que no soy yo.
Hay otras
formas de decir lo mismo, por ejemplo, me reconozco en los personajes y la
historia, me interpreto a partir de sus vidas, sabiendo que no es mi vida. Sin
embargo, esto sólo es posible porque de alguna manera hay algo en sus historias
que es mi propia historia. Esto ya lo
había dicho Paul Ricoeur, quien en su prosa pesada (pesada para mi), configura
la idea de que toda historia, toda narración requiere un contexto previo donde
dicha trama adquiere un sentido, en donde los elementos heterogéneos de toda
composición narrativa se agrupan para significar algo. Pero más interesante es
aquello que viene después, la posibilidad de reconfiguración, de innovación del
sentido, lo que deja como conclusión inevitable que toda historia es en sí
misma un abismo, una puerta abierta que no deja entrever más que una oscuridad
que vamos llenando con nuestras propias luces y sombras.
Pienso,
por ejemplo, en la primera parte de esa novela monumental que es 2666 de
Roberto Bolaños. En la Parte de Los Críticos; un español, un francés, un
italiano y una inglesa, críticos literarios de diferentes universidades de su
país se encuentran con la obra de Benno Von Archimboldi, enigmático autor alemán
del que nadie sabe mucho, salvo que es un hombre muy alto. Cada uno de estos
críticos emprende una inmersión por la obra del autor que determina y moldea
sus carreras profesionales, pero que al mismo tiempo los arroja a una serie de
situaciones improbables, de viajes y encuentros, que cambia la vida afectiva y
los sentidos de la existencia. Esta historia es un buen ejemplo de esta
paradoja que es encontrarse con una literatura de regazo, en la cuál uno
encuentra la vida misma, pero también en el abismo que se abre con este sostén,
en la caída libre a la oscuridad, a la sombra de las certezas mutiladas que
irremediablemente terminan por hacer de uno alguien más, alguien diferente al
que se era antes de leer.
En toda
obra literaria hay entonces un regazo que sostiene mientras vamos cayendo a causa
de su misma fuerza en un abismo de incertidumbres que difracta las posibilidades
de la misma identidad. En sus tramas, en sus historias me reconozco porque de
alguna forma yo soy esos protagonistas, pero estos que también son diferentes
introducen las posibilidades de narrarse de otra forma. Jerome Bruner decía que
cuando la convención de lo esperado, cuando el “así deben ser las cosas” falla,
surge la necesidad de contar historias que subsane este vacío, esta fallas. Si pensamos
que todo “yo” es una promesa incumplida, que toda identidad es una estructura
precaria que constantemente se ve cuestionada por el curso de las situaciones,
la literatura sería ese regazo que dota de repertorios para lanzarnos al abismo
de las incertidumbres de cambio y transformación.
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En este
punto podría confundirse la Literatura de Regazo con la literatura de autoayuda,
pero hay dos diferencias. La primera es que la literatura de autoayuda promete
un cambio basado en la premisa “puedes cambiar y ser lo que quieres ser,
siempre y cuando sigas estos pasos y respuestas”, en términos de Byung-Chul Han
es pura positividad, no ofrece ninguna resistencia. Contrario a esto, la Literatura de Regazo,
parte de la premisa de que hay cambio, pero este es Rizomático, toma diversos
caminos, mas o menos es como decir “aquí encontrarás un cambio, pero nunca será
el que tu quieras, solo está la posibilidad de ser envuelto en esta caída al
vacío”. En segundo lugar, la literatura de autoayuda ofrece las soluciones
empaquetadas, listas para consumir, mientras que la Literatura de Regazo la
reconfiguración de la interpretación dependerá de la confluencia múltiple de
diversas situaciones sobre las cuales no tenemos pleno control, las
posibilidades son muchas.
No me
queda más que concluir algo que quizás parezca ya evidente. Que hay una
invitación abierta a la Literatura, a la que aquí describo como de Regazo, que
puede ir desde Gabriel García Márquez, a Vargas Llosa o Cortázar. Pasar por
Juan Gabriel Vázquez y luego perderse por Kafka. Encontrarse con Laura Restrepo
e incluso compartir una cerveza ligera con Stephen King; y así seguir por
muchos caminos. La literatura, la de siempre, la que cuenta historias que nos
ha acompañado por siglos, no la de autoayuda, la que nace de forma sospechosa, pero
evidente, con el auge del mercado y su moldeamiento en una racionalidad
neoliberal. Hay que buscar Literatura de Regazo, literatura de historias para
envolverse en ellas y perderse en otras narrativas de uno mismo y lo demás.