Siempre he dudado de esta
denominación. Me parece que afirmar en primera persona ser un profesor es algo
pretensioso. Una de las razones por las que pienso esto es que al usar este sustantivo
uno pone detrás de sí, de forma implícita y entretejida con su historia, un
conjunto de reflexiones y procesos formativos que terminan por definir un
estilo pedagógico que se supone que se posee, que se supone uno se ha pensado,
diseñado y ejecutado.
No es que esta reflexión sea ausente
para mí, constantemente me la hago porque, al fin y al cabo, dedico la mayor
parte de mi tiempo a preparar e impartir clases, a caminar lentamente por la
universidad al encuentro de mis estudiantes (obvio, esta imagen está suspendida
ahora por la cuarentena). Mi recelo, a llamarme profesor quizás radica en que
no quiero hacer el cierre que trae consigo la sustantivación de mis acciones.
No creo que sea un docente, más bien voy siendo un profesor, no lo llevo como
un nombre que me define sino como una acción que voy ejecutando, religiosamente,
semana a semana.
En este proceso he tenido mis aciertos
y desaciertos, he diseñado programas y dado clases que me han movido y me han
cambiado; me he topado con estudiantes de todo tipo, con muchos que pasan sin
más, como pasajeros fortuitos en un vagón del metro; pero también están aquellos
que, sin darme cuenta, se han quedado en mi vida, son hoy por hoy una imagen
recurrente de mis recuerdos y conversaciones ocasionales que provocan risas y
reflexiones.
Hoy, ante la situación sanitaria y
social que vivimos me he topado con muchas imágenes y frases que agradecen a
los docentes, exaltan su labor, su dedicación para continuar enseñando y reconocen
los procesos de adaptación que han tenido que llevar a cabo para poder continuar
siendo profesores a pesar del distanciamiento social. Yo miro estas imágenes y
reflexiones y, así como mi prevención a nombrarme profesor, no logro
identificarme del todo en esto. No lo hago porque lo niegue, ni porque no haya
experimentado en mi propio ser la adaptación de ser un “profe presencial” a un “profe
virtual”.
Mi distancia es más porque no creo
que estemos sosteniendo con nuestro trabajo un mundo que parece caerse. No me
parece que esas imágenes sean justas, porque en el fondo de todo esto, yo voy
siendo un profe porque me siento soportado por mis estudiantes, porque su
avatar virtual está ahí en mi pantalla, a pesar de que sus presencias a veces
parecen fantasmales. Su conectividad me interpela a seguir siendo un docente, y
en el fuero de mis emociones, en la inmersión profunda hacia el fondo de mis
propios miedos, de mis angustias, ellos siguen siendo un punto de referencia
para no ir muy hondo, para tener a la vista la orilla y no olvidar el camino.
Entre todas las metáforas que la
situación carga y nos arroja, la presencia virtual sostiene mi voz como un acto
social e indefectiblemente encuentro que esta, que eso que tengo que decir,
tiene un vínculo profundo con la posibilidad de ser escuchada, con la esperanza
de encontrar una consciencia y un cuerpo que se estremezca con su contenido. Enseñar,
ir siendo un profe, es la ejecución de un movimiento orgánico que sólo surge
con la promesa y el reconocimiento del otro, es un acto de dependencia humilde
y hermoso. Más que reconocerme en el agradecimiento por persistir en mi deber
en tiempos de crisis, me siento en la obligación de agradecer a mis
estudiantes, a sus presencias entre corporales y virtuales que me sostienen en
mi acción. De todas formas, si este mundo se cae, también caemos nosotros, pero
es más esperanzador saber que al final de la caída estaremos frente a frente
listos para levantarnos y sostenernos entre todos. A ellos y ellas, muchas
gracias.
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